CON EL CUERPO
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La inteligencia del cuerpo: cuando lo irracional también guía

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Introducción

Vivimos en una sociedad que valora —y en muchos casos venera— la inteligencia racional. La lógica, el análisis, la verbalización y la capacidad de argumentar son vistas como las formas legítimas de saber y de decidir. Incluso en los momentos más personales o creativos, nos sentimos empujados a explicar, justificar o entender todo lo que hacemos desde la mente.

En ese contexto, la inteligencia del cuerpo puede pasar completamente desapercibida. O, en el mejor de los casos, ser aceptada solo si demuestra utilidad para mejorar la mente: como el ejercicio físico para el rendimiento cognitivo o la alimentación saludable para la productividad.

Pero el cuerpo sabe. El cuerpo desea. El cuerpo habla en su idioma. Y solo podemos oírlo si le damos espacio. Si callamos el discurso mental por un momento. Si bajamos la velocidad de lo racional y nos entregamos, sin expectativas, a sus pulsos.

Lo no verbal también es sabiduría

Esa parte de nuestra consciencia que no piensa con palabras ni opera con lógica, tiene sus propios modos. A veces son impulsos físicos. Otras veces, emociones difusas que recorren el pecho o el estómago. A veces son movimientos inesperados, o la necesidad de estar quietos.

Y sin embargo, cuánto cuesta darle autoridad. Cuánto miedo nos da hacerle caso si no tiene sentido. Cuántas veces hemos callado su voz por temor a parecer irracionales, infantiles o incluso locos.

Otorgarle al cuerpo un espacio de autoridad plena puede parecer, al principio, como entregarse a lo absurdo. Pero si persistimos, si lo hacemos con presencia, algo se afina. El cuerpo comienza a hablar más claro. Las decisiones que emergen desde ahí no siempre se pueden justificar... pero se sienten correctas. Como si algo muy antiguo en nosotros respirara con alivio.

Prácticas que abrieron esa puerta

En mi experiencia personal, el camino hacia esta inteligencia encarnada no fue directo. Apareció primero como destellos. Como ventanas abiertas que dejaban entrever que había algo más, algo profundo y real:

  • El yoga, cuando se lo practica desde la lentitud y la escucha, me enseñó a moverme sin urgencia. A dejar que el cuerpo hablara sin tener que dirigirlo con la mente.
    En particular, seguir la guía de una maestra —una voz externa, presente y tranquila— me permitió liberar a la mente de la tarea de decidir qué hacer a cada momento. Esa entrega momentánea me abrió el espacio para escuchar desde adentro. Para descubrir que el cuerpo puede disfrutar de moverse por el simple hecho de moverse, sin expectativas, sin corrección, sin juicio. Me ofreció una experiencia de presencia en el hacer, donde cada gesto es válido si está lleno de conciencia y habitado desde dentro.

  • Las clases de danza y teatro contemporáneo, donde el movimiento libre y la improvisación no lineal permiten que el cuerpo proponga, decida y se manifieste. Donde lo extraño o no estético también tiene valor.

  • El juego entre amigues, cuando quienes han transitado caminos similares se encuentran. Cuando el cuerpo puede jugar sin ser juzgado, y entre varios sostenemos el permiso de explorar lo ilógico con alegría.

Todo eso sentó la base para una práctica que cambió mi manera de habitarme: entregarle al cuerpo el control total, aunque sea por un rato cada día.

Un espacio diario de entrega

Durante meses, abrí un momento diario, en soledad y sin testigos. Cerraba puertas, bajaba persianas, silenciaba todo estímulo. La consigna era clara:

No hacer nada hasta que el cuerpo quiera. Y cuando quiera, dejarlo hacer.

Sin forzar, sin juzgar, sin buscar sentido. A veces pasaba mucho tiempo en quietud. A veces surgían movimientos mínimos. Otras, expresiones intensas, raras, inexplicables. Risa, llanto, formas que no podría replicar ahora. Agradezco que no haya registro. Porque bajo la mirada racional, todo eso solo puede parecer locura.

Pero bajo la mirada encarnada, fue un viaje iniciático. Un reencuentro con una parte de mí que estaba viva pero muda. Al darle autoridad, maduró. Ganó claridad. Y hoy puedo —a veces— volver a ella. Consultarla. Dejarla decidir. Escucharla sin miedo.

Y cuando eso pasa, me siento más completo. Como si una parte olvidada de mí por fin estuviera al mando. Como si mi cuerpo, por fin, también tuviera voz.

Interacciones desde esa presencia

A lo largo del camino, la vida me trajo otras personas que también han cultivado esa sensibilidad. Con algunas de ellas, he podido experimentar encuentros desde ese otro registro. Vínculos que se habitan más que se piensan. Danzas espontáneas, silencios compartidos, toques sinceros, miradas que no buscan sentido pero encuentran profundidad.

Cuando dos cuerpos se encuentran desde su propia inteligencia, el lenguaje cambia. No hay nada que explicar. No hay que estar de acuerdo. Solo estar.

Preguntas que abren la puerta

Este post es una invitación. Un recordatorio.

Una pregunta abierta para quien lee:

  • ¿Hay en vos un cuerpo que espera ser escuchado?
  • ¿Qué necesita para hablar?
  • ¿Qué condiciones podrías crear para que tenga autoridad, aunque sea por un rato?
  • ¿Qué parte de vos podría sanarse si te permitieras habitar esa "locura"?

Quizás no haya respuestas. O quizás la respuesta no venga en forma de idea, sino en forma de impulso. De gesto. De una respiración más profunda. De una danza que empieza sin querer.


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